15 nov 2010

Antagonismo y estética relacional

Leído el 15 de noviembre de 2010 en esferapública 
(en un comentario de Catalina Vaughan)
Autora: Claire Bishop


El juicio estético. A quien conozca el ensayo de Althusser Ideología y aparatos ideológicos de Estado, de 1969, le resultará familiar la idea de que las formaciones sociales producen relaciones humanas. La defensa que hace Nicolas Bourriaud de la estética relacional le debe bastante a la idea althusseriana de que la cultura –en tanto “aparato ideológico de Estado”– norefleja sino que produce la sociedad. Tal como fue leído en los setenta por artistas feministas y críticos de cine, el ensayo de Althusser hizo posible una expresión más matizada de lo político en el arte.
Como ha señalado Lucy Lippard, buena parte del arte de fines de los sesenta aspiró a democratizar sus alcances, más a través de la forma que del contenido; el agudo ensayo de Althusser sentó las bases para el reconocimiento de la necesidad de refinar una crítica de las instituciones que hasta entonces sólo las burlaba. No bastaba con mostrar que el sentido de una obra está subordinado al marco (sea en un museo o en una revista) sino que era igualmente importante considerar la identificación del propio espectador con la imagen. Rosalyn Deutsche resume bien este cambio de perspectiva en Evictions: Art and Spatial Politics [Desalojos: arte y políticas del espacio] (1966)cuando compara a Hans Haacke con la generación siguiente de artistas que incluye a Cindy Sherman, Barbara Kruger y Sherrie Levine. La obra de Haacke, escribe Deutsche, “invitaba a los espectadores a descifrar relaciones y a hallar contenidos ya inscriptos en las imágenes, pero no les pedía que examinaran su propio papel y participación en la producción de las imágenes”. En cambio, la generación siguiente de artistas “consideraba la imagen misma como una relación social y al espectador como un sujeto construido por el objeto del que hasta entonces alegaba estar separado”.
Volveré más tarde al concepto de identificación que menciona Deutsche. Por el momento, es preciso señalar que hay sólo un paso entre pensar la imagen como una relación social y pensar, como propone Bourriaud, que la estructura de una obra de arte produce una relación social. Aun así, no es fácil identificar la estructura de una obra de arte relacional, precisamente porque la obra pide que se la considere como abierta. El problema se agrava porque el arte relacional es una ramificación del arte de instalación, una forma que desde sus inicios exigió la presencia literal del espectador. A diferencia de la generación de artistas de Public Vision”,cuyos logros –sobre todo en el campo de la fotografía– la ortodoxia de la historia del arte asimiló sin mayor problema, el arte de instalación ha sido a menudo descalificado como una forma más del espectáculo posmoderno. Para algunos críticos, especialmente para Rosalind Krauss, la instalación, en su diversidad de medios, queda divorciada de la tradición de los medios específicos y, por lo tanto, carece de convenciones inherentes a las que oponerse con una práctica autorreflexiva, así como de criterios con los que evaluar sus logros. Sin una noción de la instalación como medio, la obra no puede alcanzar el santo grial de la crítica autorreflexiva. He sugerido en otro lugar que la presencia del espectador bien podría ser una manera de identificar el arte de instalación como medio, pero Bourriaud cuestiona esa afirmación cuando postula que los criterios que debemos usar para evaluar las obras de arte abiertas y participativas no sólo son estéticos, sino también políticos e incluso éticos: es necesario juzgar las “relaciones” que produce el arte relacional.
Bourriaud sugiere que, ante una obra de arte relacional, nos hagamos las siguientes preguntas: “¿Me permite entrar en diálogo? ¿Puedo existir en el espacio que define? ¿De qué manera?”. Llama a estas preguntas que deberíamos hacernos frente a cualquier producción estética “criterios de coexistencia”. En teoría, frente a cualquier obra de arte, podríamos preguntarnos qué clase de modelo social produce. ¿Podría yo vivir en un mundo estructurado según los principios organizadores de una pintura de Mondrian?, por ejemplo. O bien, ¿qué “formación social” produce un objeto surrealista? El problema que surge de la noción de “estructura” de Bourriaud es que establece una relación errática con el tema explícito de la obra o su contenido. Podríamos, por ejemplo, preguntarnos qué valoramos en los objetos surrealistas. ¿Lo que cuenta es que reciclan artículos obsoletos, o el hecho de que su imaginería y sus desconcertantes yuxtaposiciones exploran los deseos y angustias inconscientes de sus creadores? Responder esas preguntas es aún más difícil en el caso de la estética relacional y su híbrido de instalaciones y performances, tan fuertemente apoyado en el contexto y en el compromiso literal del espectador. Para Bourriaud es menos importante qué, cómo para quiéncocina Rirkrit Tiravanija en sus performances-instalaciones, por ejemplo, que el hecho de que distribuya gratuitamente lo que cocina. Lo mismo podría plantearse respecto de las carteleras con anuncios que Liam Gillick incluye en sus obras: Bourriaud no analiza los textos y las imágenes de los recortes fijados en las carteleras, ni la disposición formal y la yuxtaposición de los fragmentos, sino la democratización del material y el formato flexible de la obra. (El dueño del tablero tiene la libertad de modificar la variedad de elementos en cualquier momento, de acuerdo con la circunstancia y sus gustos personales.) Para Bourriaud, la estructura es el tema y, en este sentido, es mucho más formalista de lo que admite. Desligadas de su intencionalidad artística y de la consideración del contexto más amplio en que operan, las obras de arte relacional se vuelven, como las carteleras de Gillick, apenas “un retrato extremadamente cambiante de la heterogeneidad de la vida cotidiana” y no examinan su relación con ella. En otras palabras, aunque las obras se proclaman subordinadas al contexto, no cuestionan su imbricación en él. Se acepta la estructura “democrática” de las carteleras de Gillick, pero sólo los dueños pueden modificar su disposición. Como el “Group Material” de los ochenta, deberíamos preguntarnos: “¿Quién es el público? ¿Cómo se hace una cultura y para quién?”.
No estoy pidiéndole al arte relacional que estimule una mayor conciencia social mediante obras que, por ejemplo, incluyan carteleras con recortes sobre el terrorismo internacional u ofrezcan curries gratis a refugiados. Simplemente me pregunto cómo decidir en qué consiste la “estructura” de una obra de arte relacional y si la estructura es tan separable del tema manifiesto de la obra o tan permeable a su contexto. Bourriaud quiere equiparar el juicio estético con el juicio ético político de las relaciones que produce una obra de arte. Pero ¿cómo medir o comparar esas relaciones? Nunca se examina o se cuestiona la cualidad de las relaciones de la “estética relacional”. Cuando Bourriaud afirma que “los encuentros son más importantes que los individuos que los protagonizan”, intuyo que la pregunta anterior le resulta innecesaria; toda relación que permite el “diálogo” se asume automáticamente como democrática y, por lo tanto, positiva. Pero, ¿cuál es el verdadero significado de “democracia” en este contexto? Si el arte relacional produce relaciones humanas, la pregunta lógica que sigue es qué tipo de relaciones se producen, para quién y por qué.
Antagonismo. Rosalyn Deutsche sostiene que la esfera pública sólo puede conservar su carácter democrático en la medida en que se consideren las exclusiones naturalizadas y se las abra a la contestación: “El conflicto, la división y la inestabilidad no dañan por lo tanto la esfera pública democrática; son condiciones de su existencia”. Deutsche se hace eco de lo que postulan Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia (1985), una de las primeras relecturas de la teoría política de izquierda a través del prisma del postestructuralismo, después de la impasse de la teoría marxista que los autores señalan en los años setenta. Laclau y Mouffe releen a Marx a través de la teoría gramsciana de la hegemonía y la concepción lacaniana de la subjetividad escindida y descentrada. Muchas de las ideas allí postuladas permiten repensar desde una perspectiva más crítica las afirmaciones de Bourriaud acerca de la política de la estética relacional.
La primera de estas ideas es el concepto de antagonismo. Laclau y Mouffe sostienen que una sociedad democrática en pleno funcionamiento no es aquella en que ha desaparecido el antagonismo, sino aquella en que las nuevas fronteras políticas se trazan y se debaten permanentemente. En otras palabras, una sociedad democrática es aquella en que se mantienen –en lugar de borrarse– las relaciones de conflicto. Sin antagonismo sólo existe el consenso impuesto propio del orden autoritario, una supresión total del debate y la discusión, nociva para la democracia. Es importante remarcar que Laclau y Mouffe no entienden el antagonismo como una aceptación pesimista del callejón sin salida de la política; el antagonismo no implica “la expulsión de la utopía del campo de lo político”. Por el contrario, los autores aseguran que sin el concepto de utopía no hay imaginario radical posible. La tarea consiste en equilibrar la tensión entre el ideal imaginario y la administración pragmática de una positividad social sin caer en el totalitarismo.
Esta interpretación del antagonismo se funda en la teoría de la subjetividad que elaboraron Laclau y Mouffe. Siguiendo a Lacan, sostienen que la subjetividad no es una presencia pura, transparente y racional, sino irremediablemente descentrada e incompleta. Ahora bien, ¿el concepto de un sujeto descentrado entra necesariamente en conflicto con la idea de acción política? El “descentramiento” del sujeto implica la ausencia de un sujeto unificado, mientras que “acción” supone un sujeto autónomo, de presencia plena, con voluntad política y autodeterminación. Pero Laclau sostiene que este conflicto es falso, ya que el sujeto no está ni totalmente descentrado (lo que implicaría una psicosis) ni totalmente unificado (como un sujeto absoluto). Siguiendo una vez más a Lacan, afirma que nuestra identidad estructural es fallida y en consecuencia depende de la identificación para proceder. Dado que la subjetividad esprecisamente este proceso de identificación, somos por fuerza entidades incompletas. Por lo tanto, el antagonismo es la relación que se establece entre esas entidades incompletas. Laclau lo contrapone a las relaciones entre entidades completas, como la contradicción (A-no A) o la “diferencia real” (A-B).Todos profesamos creencias contradictorias (hay materialistas que leen horóscopos, por ejemplo, y psicoanalistas que envían tarjetas navideñas), pero esto no genera antagonismo. La “diferencia real” (A-B) tampoco equivale al antagonismo: dado que atañe a identidades completas, lleva a una colisión, como un choque de automóviles o la “guerra contra el terrorismo”. En el caso del antagonismo, sostienen Laclau y Mouffe, “nos enfrentamos a una situación diferente: la presencia del ‘Otro’ me impide ser totalmente yo mismo. La relación no surge de totalidades completas, sino de la imposibilidad de que las totalidades completas se constituyan”. En otras palabras, la presencia de lo que no soy “yo” vuelve precaria y vulnerable mi identidad; la amenaza que el otro representa pone en cuestión mi propio sentido de identidad. Llevado al plano social, el antagonismo puede verse como el límite de la capacidad de una sociedad para constituirse completamente como tal. Buscando definir lo social (y la identidad), aquello que está en su límite también destruye su ambición de constituirse en presencia plena: “En tanto condiciones de posibilidad para la existencia de una democracia pluralista, los conflictos y los antagonismos constituyen al mismo tiempo la condición de imposibilidad de su logro definitivo” (Mouffe, 1998).
La teoría de Laclau me permite proponer que las relaciones que la estética relacional establece no son, como afirma Bourriaud, intrínsecamente democráticas, puesto que descansan con demasiada comodidad en los ideales de la subjetividad como un todo y de la comunidad como un inmanente “estar juntos”. No cabe duda de que hay debate y diálogo en las obras culinarias de Rirkrit Tiravanija, pero no hay fricción inherente, en tanto la situación es, tal como la llama Bourriaud, “microtópica”: produce una comunidad cuyos miembros se identifican unos con otros porque tienen algo en común. La única crónica sustancial que he podido encontrar sobre la primera muestra individual de Tiravanija en la 303 Gallery es la de Jerry Saltz en Art in America y dice lo siguiente:
A menudo en la 303 Gallery me sentaba junto a un desconocido o alguien se me acercaba, y pasaba un buen rato. La galería se transformaba en un lugar para compartir, abierto a la conversación franca y la diversión. Comí montones de veces con galeristas. Una vez comí con Paula Cooper, que ventiló con lujo de detalles un intrincado chisme del ambiente. Otro día, Lisa Spellman contó con detallismo hilarante las infructuosas intrigas de un galerista amigo para seducir a uno de sus artistas. Una semana más tarde comí con David Zwirner. Me crucé con él en la calle y me dijo: “Hoy todo me salió mal, vayamos a lo de Rirkrit”. Fuimos. Zwirner me habló de la falta de emoción en el mundo artístico neoyorkino. Otra vez comí con Gavin Brown, el artista y galerista [...] que se explayó sobre el colapso del SoHo, sólo que él estaba a favor y creía que era bastante oportuno, considerando la cantidad de arte mediocre que las galerías habían exhibido durante los últimos tiempos. Más tarde en la muestra se me acercó una desconocida y se suscitó un extraño coqueteo. Otra vez conversé con un joven artista de Brooklyn que hacía observaciones muy agudas sobre las muestras que acababa de ver.
La locuacidad informal de esta crónica deja en claro qué tipo de problemas deberá enfrentar quien quiera saber más sobre una obra como esta: la reseña crítica sólo nos dice que la intervención de Tiravanija es buena porque permite establecer una red entre galeristas y un grupo afín de aficionados al arte y porque evoca la atmósfera de un bar nocturno. Todos comparten el interés por el arte y lo que de allí resulta son rumores del mundo artístico, comentarios sobre muestras y ocasiones de coqueteo. Aunque hasta cierto punto es una buena forma de comunicación, no es en sí ni de por sí representativa de la “democracia”. Para ser justos, creo que Bourriaud es consciente de este problema, pero no lo señala en el caso de los artistas que promueve: “Conectar a la gente, crear una experiencia interactiva y comunicativa”, dice. “Pero, ¿para qué? Creo que si uno se olvida del ‘para qué’, queda un mero ‘arte Nokia’, que produce relaciones interpersonales por el solo hecho de hacerlo, sin llegar nunca a apelar a los aspectos políticos de esas relaciones”. Me animaría a afirmar que el arte de Tiravanija, al menos tal como lo presenta Bourriaud, no se interesa por el aspecto político de la comunicación, a pesar de que a primera vista algunos de sus proyectos parecen plantearlo con cierta disonancia. Tomemos las reseñas críticas del proyecto de Tiravanija en Colonia, Untitled (Tomorrow Is Another Day) [Sin título (Mañana será otro día)]. Según el comentario del curador Udo Kittelman, la instalación ofrecía a todos los asistentes “la impresionante experiencia de un ‘estar juntos’”.Y prosigue: “La gente preparaba comidas en grupo y conversaba, se bañaba u ocupaba la cama. Nuestro temor de que alguien dañara el ‘espacio artístico habitable’ no se hizo realidad. [...] El espacio artístico perdió su función institucional y terminó por transformarse en un espacio social libre”. El Kölnischer Stadt-Anzeiger coincidió en que la obra ofrecía “una especie de ‘asilo’ para cualquiera”. Pero ¿quién es “cualquiera” en este caso? Puede que se trate de una microtopía, pero aun así, como la utopía, se predica a partir de la exclusión de aquellos que obstaculizan o impiden su realización. (Tienta imaginar qué podría haber pasado si el espacio hubiera sido invadido por personas en busca de “asilo” efectivo.) Las instalaciones de Tiravanija reflejan la concepción esencialmente armoniosa que tiene Bourriaud de las relaciones que producen las obras de la estética relacional, porque están dirigidas a una comunidad de sujetos espectadores que tienen algo en común.
Es por eso que las obras de Tiravanija son políticas sólo en el sentido más vago de promover el diálogo por sobre el monólogo (la comunicación unidireccional que los situacionistas equiparaban con el espectáculo). El contenido de este diálogo no es en sí democrático, ya que todas las preguntas conducen a otra ociosa de tan trillada: “¿es arte?”. A pesar del discurso de Tiravanija en favor de la obra abierta y la liberación del espectador, la estructura de la obra limita de antemano el efecto y se apoya en el hecho de que sucede en una galería para diferenciarse del mero entretenimiento. La microtopía de Tiravanija abandona la idea de transformar la cultura pública y reduce su campo de acción a los placeres de un grupo privado cuyos integrantes se identifican como “asistentes a muestras de arte”.
La posición de Gillick respecto del diálogo y la democracia es más ambigua. A primera vista parece adherir a la tesis de Laclau y Mouffe sobre el antagonismo:
Si bien admiro a los artistas que construyen “mejores” visiones de cómo deberían ser las cosas, los territorios intermedios, en negociación, que me interesan encierran siempre la posibilidad de llegar a momentos en que el idealismo es confuso. En mi obra hay tantas demostraciones de acuerdo, estrategia y colapso, como recetas claras acerca de cómo puede mejorar nuestro entorno.
Con todo, si uno busca “recetas claras” en la obra de Gillick, encuentra pocas si acaso, o ninguna. “Estoy trabajando en una nebulosa de ideas”, asegura, “que son parciales o paralelas antes que didácticas”. Reacio a definir qué ideales se juegan en su obra, Gillick se aprovecha de la credibilidad de la arquitectura de referencia (su compromiso con situaciones sociales concretas) mientras que la articulación de una posición específica sigue teniendo carácter abstracto. Las Discussion Platforms [Plataformas de discusión], por ejemplo, no apuntan a un cambio particular, sino al cambio en general; son “escenarios” en los que pueden o no emerger “relatos” potenciales. La posición de Gillick es resbaladiza y en última instancia parece proponer el acuerdo y la negociación como recetas de mejoramiento. Naturalmente, este pragmatismo equivale a un abandono o a un fracaso de los ideales. Su obra es la demostración de un pacto antes que la articulación de un problema.
La teoría de la democracia como antagonismo de Laclau y Mouffe se verifica en cambio en la obra de dos artistas notablemente ignorados por Bourriaud en Estética relacional Post producción: el suizo Thomas Hirschhorn y el español Santiago Sierra. Estos artistas establecen “relaciones” que subrayan el papel del diálogo y la negociación, sin aplastar estas relaciones en el contenido de la obra. Las relaciones que producen sus performances e instalaciones se caracterizan por promover inquietud e incomodidad antes que pertenencia, en la medida en que la obra reconoce la imposibilidad de una “microtopía” y mantiene en cambio una tensión entre los espectadores, los participantes y el contexto. Una parte integral de esta tensión resulta de la participación de colaboradores provenientes de otros estratos económicos, lo que a su vez ayuda a cuestionar la percepción que el arte contemporáneo tiene de sí, como dominio que abarca otras estructuras sociales y políticas.
Claire Bishop
Traducción: Maximiliano Papandrea y Silvina Cucchi
Lecturas. La versión completa de este ensayo apareció en October 110 (otoño, 2004); la traducción de un fragmento al español fue autorizada por la autora. En el fragmento se citan o mencionan las siguientes obras: Nicolas Bourriaud, Esthétique relationnelle (París, Les Presses du Réel, 1998) y “Public Relations: Bennett Simpson Talks with Nicolas Bourriaud”, enArtforum (abril 2001); Louis Althusser, Ideología y aparatos ideológicos de Estado (varias ediciones); Lucy Lippard, Six Years: The Dematerialization of the Art Object 1966-1972(Berkeley, University of California Press, 1996); Rosalyn Deutsche, Evictions: Art and Spatial Politics (Cambridge, Mass., MIT Press, 1996); Rosalind Krauss, A Voyage on the North Sea(Londres, Thames and Hudson, 1999); Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialistahacia una radicalización de la democracia (México, Siglo XXI, 1987); Ernesto Laclau, Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo (Buenos Aires, Nueva Visión, 1993); Chantal Mouffe (comp.), Deconstrucción y pragmatismo (Buenos Aires, Paidós, 1998); Eric Troncy, “London Calling”, en Flash Art (verano de 1992); Jerry Saltz, “A Short History of Rirkrit Tiravanija”, en Art in America; Liam Gillick, The Wood Way (Londres, Whitechapel Art Gallery, 2002) y Renovation Filter: Recent Past and Near Future (Bristol, Arnolfini, 2000). Para una crítica de la idea marxista de comunidad como comunión, Jean-Luc Nancy, The Inoperative Community (Minneapolis, University of Minessota Press, 1991).
Claire Bishop es crítica de arte e investigadora en el MA Curating Contemporary Art Department del Royal College of Art de Londres. Su Installation Art: A Critical History, de próxima aparición, será publicado por la Tate Modern.

14 nov 2010

El –No– de Santiago Sierra: un pequeño ejercicio para el análisis del discurso

María Virginia Jaua
Originalmente en salonKritik

Así que -pierdan cuidado- no se trata aquí de abrir fuego indiscriminado contra el “arte político” o las “estéticas de lo pseudo” [...] De lo que se trata es de, enfrentar sin complacencias, complejos o complicidades el análisis de las prácticas simbólicas también allí donde éstas han hecho del "antagonismo", "la resistencia" y/o lo radical su principal coartada discursiva y propagandística [...] "Retóricas de la Resistencia: una introducción" José Luis Brea.


Hace una semana hacíamos el acostumbrado envío semanal de nuestra columna Domingo Festín Caníbal con un texto reflexivo de Miguel Á. Hernández Navarro en el que cuestionaba la falta de tiempo que los críticos y los interesados en el análisis de los productos culturales, se dan a sí mismos para hacer su trabajo.
El viernes leímos no sin cierta sorpresa la noticia del Premio Nacional de Arte a Santiago Sierra. Pero eso no quedó ahí. No habían transcurrido sino unas pocas horas cuando circuló una misiva del propio artista en la que rechazaba dicho premio. Curiosamente, tras el anuncio del premio se hizo un silencio expectante (algunos enviaron felicitaciones tímidas, anticipando su desencanto); sin embargo, el comunicado del rechazo de inmediato convirtió la timidez en un hervidero de comentarios y opiniones, tanto a favor como en contra. Han abundado las denostaciones y las descalificaciones hacia unos y otros: hacia la institución artística, hacia el artista, hacia los premios incluso se han levantado voces para vitorear o sacrificar a personalidades del pasado que han recibido o rechazado algo tan, pero tan banal, para un artista, como un reconocimiento. Tampoco han faltado los elogios. Sin embargo, poco tiempo se ha dado para una lectura un poco más pausada de ambos gestos.
Estoy de acuerdo con esa necesidad urgente de darse el tiempo de leer con atención ambos discursos: el de la institución y el de su contraparte la de la “supuesta” resistencia. Leer para desentrañar lo que sus palabras y gestos dicen, pero también y sobre todo lo que callan. Solo así será posible ver en qué aciertan (si lo hacen) y en qué no -o mejor –en qué ambos son indiferenciados, contradictorios y codependientes y nos quieren "vender" una imagen y un discurso "falsificados".
En primer lugar, hay que revisar la decisión del ministerio. Como todo el mundo sabe el Premio Nacional de Arte existe desde hace años y como es costumbre se le da a un artista “nacional” al que se le considera merecedor por la calidad de su trabajo -no importa si éste ha vivido más de la mitad de su vida en otro país y haya sentado ahí las bases de su trabajo artístico. Para muchos hasta hace relativamente poco, Santiago Sierra era considerado un “artista mexicano” pero Sierra es español y como tal se le invitó a representar a España en la Bienal de Venecia, “reconocimiento” bastante oficial y remunerado que en su momento No supo o no quiso rechazar.
La decisión de la institución cultural de otorgar el premio al artista parece que busca paliar varias carencias. Por un lado, intenta llenar un cierto vacío en el arte español actual a nivel internacional y la sombra que –según algunos- le hace el arte latinoamericano en la escena artística. En ese sentido Sierra representaría una figura “extraterritorial” idónea que posee lo mejor de “ambos” mundos: está provisto de un dni y cuenta con la “potencia” discursiva de los conceptualismos emergentes.
Por otra parte, está la naturaleza del trabajo del artista premiado. Esas “retóricas de la resistencia” que se manifiestan en la obra de Santiago Sierra cuadran perfectamente con la voluntad “rebelde” de ciertas políticas gubernamentales; sirven tal y como él mismo apunta en su carta “a la legitimación” de su discurso. La institución-arte a través des Ministerio decide apropiarse estas retóricas, porque están de "moda" sin tomarse la molestia de leer un poco al respecto, como el último número de la revista Estucios Visuales en el que hubieran podido preveer algunos de los escollos a los que terminarían exponiéndose: la incompatibilidad en la relación entre imaginarios “dominantes” y “antisitémicos” y la fragilidad de las máscaras bajo las que éstas se ocultan.
La decisión del Ministerio de Cultura de otorgar el premio a un artista como Santiago Sierra en sí misma no tiene nada de reprochable. Todo lo contrario, hasta puede ser loable, pues atiende a las exigencias de una institución cultural: por un lado, promover y reconocer el trabajo artístico -más aún cuando este es arriesgado y crítico, desmantelador… y por otro, tiene la obligación de ejercer el presupuesto que se le ha asignado y que tantas batallas supone.
Sin embargo, esta actitud “antisistémica” al interior del sistema mismo resulta aberrante y termina pasándole factura. Pues, con el rechazo del premio, por parte de Sierra la institución cae en su propia trampa y queda “expuesta” por el artista como un mal jugador delmonopoly del capitalismo “antiehegemónico” obligándole a contemplar cómo el plato del premio se le regresa como un boomerang revolucionario y lo descabeza.
Pero ¿qué decir del desaire del artista?
Si algo ha habido de admirable en el trabajo artístico de Santiago Sierra es la enorme capacidad que tiene para hacer evidentes las fallas del sistema, y una vez más consigue dejar al descubierto sus contradicciones, sus falsas morales, sus hipocresías y todas las tergirversaciones de las reglas del juego que -como sociedad- todos jugamos.
En la obra de Santiago Sierra -incluso en sus piezas más ingenuas- reside una fuerza desmanteladora muy potente; o por lo menos, siempre ha habido en ellas alguna posibilidad de derrumbe de la corrección política siempre en estado latente. Sin embargo, tanto en su obra, como –ahora- en su negativa también subyacen profundas contradicciones.
Leamos con atención el primer párrafo de su carta. Tras agradecer a los profesionales del arte, de los cuales se excluye voluntariamente (detalle notorio el de marcar esta diferencia, un artista cuya bandera democrática debería partir de la igualdad) afirma que los premios se conceden como reconocimiento a un servicio (el arte para él está excluido de esta categoría bien que cuando conviene, se le reclaman "sus servicios"). Es por ello que resulta bastante curioso que su rechazo parta de este distanciamiento y de desmarcarse de una condición que le parece inferior: el artista es un ser superior que se sirve de una condición humana inferior que está eso sí al servicio del Arte: lo afirma fechando su misiva desde un marxismo bastante brumoso.
Más interesante y rico en alusiones resulta el segundo párrafo. En el que afirma que el Arte (en abstracto) se le apareció (cual holly spirit) para concederle la Libertad de Artista. Para Sierra (quien se ha afanado en mostrar -y vender por todas partes- las condiciones de la miseria económica y moral del hombre dentro del capitalismo) el Artista acepta la Libertad como una "gracia" y no se ensucia nunca las manos, la libertad es un “don” divino que lava todas las acciones "artísticas" por las que gana el pan que lo alimenta a él y a su familia. Pero aún va más allá y en su discurso apela a un “sentido común” que le dicta desmarcarse del Estado que pretende “usufructuar” su prestigio de artista "serio".
Pero veamos, ¿quién utiliza a quién? ¿No se trata de una relación simbiótica? Sierra fue el artista “oficial” en la Bienal de Venecia y su “polémica” pieza exigía un dni español (en todo caso un poquito más creíble y radical y menos oficialista habría sido que obstaculizara a los propios nacionales entrar, prohibiéndose la entrada a sí mismo, o mejor que rechazara como lo hace ahora representar a un gobierno tan descarado que saca provechoso del prestigio que le hace ganar (pero que al final es el que paga la cuenta del prestigio que reclama para él solo). Piensa que alguien puede creerle cuando afirma que el Estado no es él sino los otros. Sí los otros, todos los españoles y residentes (legales o ilegales) en España que con dni o sin él pagan los impuestos y que hacen posible que exista un presupuesto para el Arte inmaculado del que viven: los empleados de la cultura, pero también los curadores, los críticos, los funcionarios y los artistas iluminados. La carta no tiene desperdicio y llega al momento cumbre cuando afirma que el Estado actúa en beneficio de una minoría, y en la que por supuesto, omite decir que él forma parte de ella.
Así como la decisión del Ministerio de otorgar el premio, posee razones que se sustentan en un arriesgadísimo sentido común: calidad, nacionalidad del artista, oportunismo político; también, los motivos del artista para rechazarlo tienen su justificación: es verdad que las políticas del Estado son erradas en muchos aspectos y busca con ansia legitimación, es cierto que las decisiones económicas trabajan más en beneficio de algunos y es lógico hacer el análisis y la crítica de dichas políticas. Pero el artista, por más que se empeñe en no quererlo, forma parte de ese Estado y es su instrumento, por lo que su trabajo desmantelador tendrá que ser un poco más riguroso e incluirse a sí mismo dentro del ejercicio analítico.
Porque cuando Santiago Sierra paga un poco de dinero a un trabajador para que se deje tatuar una línea en la espalda revela una condición a la que él mismo no escapa cuando se le paga (un poco más de dinero) para que exponga las fotos o el vídeo de esos mismos “empleados” suyos y que lo convierten a él mismo en patrón y trabajador tatuado por una remuneración. Pues aunque ponga todo su empeño en negarlo –y en hacerse ciego- él tampoco escapa a su borgiana, escalonada e infinita pesadilla de penetrados.
Si en lugar de ponerse por encima de todo, el artista hubiera asumido de manera más humilde una condición a la que nadie –ni él mismo- escapa, la negativa a aceptar el premio sería congruente. Si en lugar de argumentar el rechazo con el autoelogio, esgrimiera la condición humilde de todos aquellos seres anónimos que han trabajado para él y para su “lucrativo” proyecto “desmantelador” de la condición de “esclavitud y servidumbre”, rescataría algo de la dignidad y de la credibilidad que perdió desde que su rotundísima “negativa” “adornara elhall de entrada de la última feria de las vanidades galerísticas.
En este "juego" el único ganador ha sido el premio mismo: un boomerang solitario que ha cortado dos cabezas de tajo, y que tienen más rasgos en común de los que ambas se animan a reconocer. Pues, si la institución ha caído en la propia trampa de su contradicción política, el ego le jugó una mala pasada al artista y nos lo ha mostrado como un ser incapaz de autocrítica y de la puesta en duda de su propio ejercicio artístico; que se cree elevado por encima de todo lo humano –incluso de la materia con la que ha moldeado algunas de sus obras más escatológicas.
Resulta penoso y triste que un artista con tanto talento para llevar a cabo proyectos tan arriesgados no haya sabido encontrar una manera de rechazar el reconocimiento que ayudara a reforzar su trabajo “desmantelador” o que por lo menos no lo dejara como un emperador vestido con las galas de un palidísimo traje de carne ególatra.
A estas alturas, poco importa si la carta fue o no enviada al Ministerio de Cultura, si es o no oficial. Aunque se trate de una estrategia o una broma del artista: supone una puesta en evidencia. Y tanto el premio como su rechazo resultan una materia invaluable para el análisis y la crítica de las grietas por las que se precipitan tanto las formaciones discursivas del arte como sus políticas, y en donde todos -quiérase o no- jugamos un papel.

4 nov 2010

PIPAS EN LA TATE*: A PROPÓSITO DE JOSE LUIS BREA -

Javier González P.
Originalmente en salonKritik



En uno de sus textos, “Nuevas economías del entretenimiento": el ‘efecto Tate’”, José Luis Brea tomaba la Sala de Turbinas de la Tate Gallery para mostrar cual es la actual lógica que rige el mundo del entertainment cultural. Tal lógica quedaba cifrada en la invitación que se le hacía al visitante-turista a un fracaso: el de su propio entretenimiento.
Amparada en dos lógicas simétricas, aquella que le invita a asistir a eventos culturales como promesa de entretenimiento, y aquella otra dinámica por la cual, casi al instante, se reconoce como solemnemente aburrido en su ‘experiencia artística’, la industria cultural ha devenido en la actualidad un simulacro de saber y de poder que tiene en una ideología, la estética, su arma más poderosa.

Incluso Brea dictamina que la calidad de la obra, de lo allí expuesto, toma el baremo de la capacidad que ésta tiene para “fracasar suficientemente en entretener”, al tiempo que ha de inducir en el público la impresión de que “no lo es -entretenimiento –porque no quiere serlo”, de igual manera que es precisamente en ese no-ser-entretenimiento donde “se agazapa la clave que le conduce hacia un saber –hacia una inteligencia del sentido- de superior altura crítico-política”.

En el límite, está la obra de Miroslaw Balka; en ella, sigue Brea, “el efecto de autocuestionamiento no se dirige a ningún operador externo sino que es reconstruida minuciosamente como el propio objeto de lo mostrado: digamos que lo expuesto es únicamente la misma lógica de la mostración/ocultación a lo que allí sucede queda sometida”.

Es decir, y en pocas palabras, después de ser sometido el ciudadano medio a un torbellino de informaciones sobre lo suntuoso de la cosa –la cosa es la cultura, lo artístico, ese ámbito de lo aún elevado a tótem elitista que separa a los que saben de los que no saben- descubre, dentro de un ensimismado cinismo abotargado, que nada le ha sido devuelto como recompensa a su esfuerzo. Vamos, que se ha aburrido soberanamente.

Y hacía ahí, hacia el desenmascaramiento de las complejas formaciones discursivas que prometen precisamente aquello que más tarde niegan, es hacia donde se ha de dirigir una crítica solvente, una crítica que desenarbole el primado de la actual, en palabras de Rancière, ideología estética. Desmantelar críticamente el entrando de saber/poder que rige hoy en día el mundo de la cultura para producir unas subjetividades no encauzadas en el redil del onanismo hedonista que no es más que un fútil e impotente “verse pasar”, hacer patente la necesidad otra de construir espacios de autoreflexividad donde el espectador se sepa parte activa y vinculante: esa y no otra ha de ser la labor de la crítica y, por ende, del propio arte.
Si Brea traza una línea de pensamiento crítico que va del tobogán de Carsten Höller –demasiado triunfante al ser demasiado obvio que era entretenimiento- al cubo negro de Miroslaw Balka, la actual obra allí expuesta, “Sunflower Seeds” de Ai Waiwai, no vendría sino a ser el epílogo perfecto para un discurso crítico tan certero como siempre.
Un mar de pipas, toneladas de pipas amontonadas, es la diversión al que un espectador/turista -no tan accidental- se enfrenta en la perfecta explosión de la inanidad perceptiva. Y, por si esto fuera poco, a los dos días de su apertura al público, y pensada como estaba para que el espectador se pasease por ella, fue cerrada por institucionales motivos de salud. Parece ser que el artista no pensó en el polvillo de cerámica que la fricción de las pisadas causaba en las pipas y la obra tuvo que ser protegida de la interactuación del público. En pocas palabras: aquello que apenas quedaba de lo prometido, el poder al menos disfrutar de un paseo divertido por unas pipas de porcelana que venían a autojustificarse como obra de arte, quedaba prohibido para el público.

Acudir solemnemente al templo del divertimento y del ocio, llegar a las puertas de la meca del turismo cultureta, del frenético saber que simplemente “ve pasar” de fracaso en fracaso, para, a fin de cuentas y, quizá ya por fin, no ver nada, no sentir nada, no experimentar nada, nada más que unas cuantas toneladas de pipas de porcelana esparcidas amontonadas a dos metros de distancia, indiscernibles al ojo, como una tupida alfombra grisácea que tapa precisamente aquello que, se nos dijo, disfrutaríamos como enanos. Sí, definitivamente el arte tiene estos gestos de paradójica sabiduría, de teleológica negatividad al servicio de aquello que solo debe preocuparle: su destino y, con él, el nuestro propio.

Replegado en su propia hipervisibilidad, recluido en la sospecha que alienta detrás de los medios de reproducibilidad técnica, el arte se somete a su propio destino y se ejercita en crear fallas que desbaraten su asimilación como producto listo para consumir, en delinear diferencias que desbaraten el sometimiento que las diferentes industrias culturales aplican sobre el arte.
Si hay algún lugar hacia el cual la crítica deba dirigirse con urgencia es hacia el mismo centro en donde perdurará el legado de un pensador como Jose Luis Brea: la crítica, la labor responsable del hecho artístico, ha de ser la de proporcionar lugares para el autodiscernimiento mutuo, para la puesta en escena de un saber que solo nacería de nuestros propios movimientos, siempre nómadas y diferidos, y que vendría a generar el marco necesario para el surgimiento de una nueva arquitectura del hecho público: aquel que, dice en otro texto, “cada vez adopta más la forma de un inconsciente maquínico, de una pura memoria_RAM, de una estructura en rizoma en la que todo efecto de verdad, o valor del saber, es el resultado de la confrontación, en su espacio abstracto y exteriorizado, de, virtualmente, cada uno de los enunciados y teorías con todos los otros, en ese mismo domino público”.
En esa misión, la Sala de Turbinas de la Tate ayuda tanto como enmascara, seduce tanto como miente. El “efecto Tate” es el contraefecto sutilmente planeado, quién sabe si por el propio arte, para mantener la hegemonía de la recientemente asentada ideología estética. En ella, el arte alardea de sus propias magnitudes alcanzadas, pero sin permitir emerger las potencialidades inherentes y silenciadas para el propio arte.
En la era de la dysneilanización telemática y global, el discurso que construye el hecho artístico asume para sí ese mismo pathos infantiloide y banal en cuanto en tanto promete aquello justo que sabe es imposible de dar: entretenimiento. Quizá sea solo una etapa más, la penúltima, de la histriónica negatividad que recorre al propio concepto de arte durante toda su historia, pero, aquí y ahora, la sutilidad del entramado ideológico es de tal calado y profundidad que, justo por eso, el arte centellea cegadoramente en esos precisos instantes en que más arrinconado se encuentra.
Quizá por eso, y hasta aquí, no hayamos hablado mucho de las pipas, de la emotiva profundidad de cada una de las diferentes capas de significado que genera, de cómo la obra, en el silencio grisáceo de su no-dejarse-ver, explosiona en un mar multiplicado de alegorías y de metáforas.
Y es que, pensamos, el propio arte trasciende sus propias estructuras prefabricadas y, en vez de dejarse manosear en la grandeza postconceptual de una obra de verdadero calado (más aún cuando su inauguración coincide con una Frieze Art Fair cuya misión es rescatar al mercado del ‘arte’), lo soberbio de las más de 150 toneladas de pipas es que muestra precisamente lo que al arte le hacen callar o, también puede ser, lo que al arte no le es posible decir: que no hay promesa alguna, que no hay nada que ver ni, mucho menos, que experimentar, y que nada de todo lo que suceda entre sus cuatro puertas tiene, o debe tener, nada que ver con el divertimento de la gran masa.
Señalar el lugar ya vacío de un efecto de superficie renuente a dejarse desvelar, indicar la inmanencia de una actividad, la artística, que sobrepasa los límites de cualquier obra y que se afana por ir más allá de su propio destino a través de la contraestrategia de dejarse apoderar en manos de utilitaristas de reconocido prestigio. Y, en definitiva, poner en suspenso la fe en el arte, ese mastodóntico edifico ideológico levantado como maquinaria deseante, reestrategizada a cada instante por microefectos discursivos de poder. Porque solo así, solo descreyéndose de la fe autoimpuesta en el arte, puede la crítica resolver las paradojas que tensionan al propio arte desde su mismo núcleo.
Así pues, si el destino del arte es siempre su “gran otro”, si la negatividad siempre escondida de su propio concepto es lo que le guía el paso, la labor crítica debe de sumarse a ese detournement, a esa discursividad paralogística y trazar siempre una topología de las diferencias donde lo que se construya sea, precisamente, aquello que las actuales políticas culturales dan por hecho a través de un enmascaramiento y travestismo del propio hecho artístico: un reordenamiento de las prácticas discursivas que sea capaz de potencializar una construcción de lo público y lo político comprendidos ambos como renegociaciones de las formas en que, hasta hora, se ha constituido la colectividad.

Valga por tanto este breve texto para, al hilo de la obra de Ai Waiwai en la Sala de Trubinas de la Tate, dejar constancia de la deuda que la crítica artística y cultural tiene para con un hombre, Jose Luis Brea, cuyo legado más importante es habernos indicado el camino a seguir y el alertarnos del tiempo, quizá irrepetible, que apenas acaba de abrirse a nuestros pies.
* Ai Waiwai: "Sunflower seeds"