26 abr 2011

La primera luna llena después del equinoccio de primavera

Originalmente salonKritik
Armado Montesinos


Hace varios años solía reunirme con ciertos amigos en un bar de copas. Su nombre, Mescalito, indicaba que en él se platicaba y patinaba no sólo sobre lo divino y lo humano, sino sobre lo vivido y lo alucinado. Una noche entró una joven vendedora ambulante china. En la cabeza llevaba una diadema de plástico en la que se apagaban y encendían luces multicolores, y en las manos una caja, como las antiguas cerilleras, con un surtido de anillos, colgantes, flores, pulseras y mecheros de todo tipo, algunos también luminosamente intermitentes. Una aparición, a esas altas horas de la noche, de lo más normal. Lo que llamó la atención de nuestro grupo fue verla manipular un crucifijo, de tamaño y dignidad arzobispal, que colgaba de su cuello con una gruesa cadena metálica. Al apretar uno de los extremos del lado más corto, el horizontal, brotaba una larga llama en la punta superior del larguero vertical.

Nos arracimamos a su alrededor, y el más rápido compró el insólito mechero al instante. Yo deseaba uno, pero era el único, o el último, que llevaba. Pregunté si sería posible conseguir otro, y quedamos en que al día siguiente –mejor dicho, la siguiente noche– me traería uno al bar. Y entonces hizo la pregunta, una pregunta sencilla que, sin embargo, era imposible, impensable, para alguien crecido en la dictadura católica española; una pregunta que corroía, veloz como el mercurio al oro, dos mil años de historia.

ii

El 10 de abril de 1905, en la plaza Ta-Tché-Ko de Pekin, en castigo por haber asesinado al príncipe mongol Ao Ja Wan, Fu Tchu Ki era torturado hasta la muerte por el procedimiento del leng-tch´é, o de los cien pedazos. Este tormento chino consiste en el troceamiento meticuloso, tan científico como ritual, del condenado, a quien se le van cortando lonchas de carne de distintas partes de su cuerpo, elegidas concienzudamente de modo que, retrasando al máximo el momento de la muerte, sufra el máximo padecimiento. De ese ceremonial –no podemos darle otro nombre a una ejecución o tortura pública– se conservan unas fotografías publicadas originariamente en Pékin qui s’en va (1913) de Louis Carpeaux y en la segunda edición del Traité de psychologie (1932) de Georges Dumas, que aparecen, o de las que se habla, en “Las lágrimas de Eros”, “Rayuela”, “Cobra”, “Farabeuf” y, más recientemente, “Entre Bataille y Lacan” (Bataille, Cortázar, Sarduy, Elizondo y Assandri, respectivamente, sus autores). Algunos de ellos también refieren la existencia de un cuadro de Gutiérrez Solana elaborado a partir de alguna de las fotos, “Suplicio chino”, que ilustra este texto.

La relación dual dolor/gozo, muerte/orgasmo, aparece en todos esos escritos como perpetuum mobile del erotismo. Retrasar el momento del orgasmo/muerte sólo puede ser alargar, estirar, dilatar, los momentos anteriores –aquellos del dolor/gozo– a ese instante en el que lo inenarrable, lo inaprensible, se manifiestan, en el que el nudo borromeo del RIS lacaniano se deshilacha en lo inconmensurable. Es un intento, siempre fracasado, de atisbar, mediante una insoportable prolongación de un arrobamiento o un suplicio, terribles como ángel o dragón, una eternidad luminosa o su reverso insondable, la nada.

iii

Estos días se han producido (bastante tardíamente, ya que lo que se llama “pascua de resurrección” puede oscilar entre el 22 de marzo y el 25 de abril) desplazamientos relacionados con la celebración de un ritual ligado a las fases de la luna. Por las calles de las ciudades españolas y del mundo católico han desfilado en procesión, muchos de ellos encapuchados al modo de los penitentes de la Inquisición o de los miembros del Ku Klux Klan, aquellos que adoran la imagen de un supliciado hace dos mil once años. Esos altares portátiles obscenamente lujosos llamados “pasos”, movidos por el impulso marcial de muchos cuerpos que forman uno solo, oculto bajo sus faldones, exhiben representaciones escultóricas delicadamente realistas o cruelmente efectistas de su cuerpo desgarrado y de su carne sanguinolenta, y de su madre –cuya seña principal, una virginidad fisiológicamente imposible, tal vez podría haber sido causa de una condena por brujería por parte del Santo Oficio– llorando lágrimas de sangre, su corazón fuera del pecho, atravesado por siete puñales. Un ceremonial en el que el silencio opaco del público se ve a menudo cortado por desgarrados gritos de dolor/gozo, surgidos de la perturbación o afecto desordenado del ánimo que llamamos pasión, y en el que se perpetúa –alargar, estirar, dilatar– la aterradora persistencia de la tortura, de la mortificación –domar las pasiones castigando el cuerpo y refrenando la voluntad– como medio de ascesis última.


iv

Tres cosas sabemos. Una, que por mucho que hurguemos perturbadamente, como cerdo ansioso buscando oculta trufa o como matarife impío, dentro y fuera de su cuerpo transmutado por nuestro deseo desatado en golosina caníbal, nadie puede sentir el dolor/gozo del otro. Dos, que entre las piernas de la figura marcada en el sudario de Turín aparece una mancha que sólo podría ser de semen [1]. La tercera, que en aquel momento en Mescalito no estaba sonando, pero bien podría haberlo hecho, la apasionada versión de “Gloria (in excelsis Deo)” que Patti Smith abre con estas palabras tomadas de su poema “Oath”, salmodiadas con lenta seguridad desafiante: “Jesus died for somebody's sins, but not mine”.

La vendedora ambulante preguntó: “¿Lo quieles con pelsona o sin pelsona?”.


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[1] DIDI-HUBERMAN, GEORGES, The Index of the Absent Wound (Monograph on a Stain), en OCTOBER Vol. 29, (Summer, 1984)(Cambridge, MIT Press, 1984) pp. 63-81.

3 abr 2011

RAM_Trip [De la “nueva historiografía” a la literatura trastornada]

Originalmente en salonKritik
Artículo de Miguel Á. Hernández-Navarro

“El mundo de las últimas cosas, ahora convertidas en imagen”. José Luis Brea

“Un lugar en el que el tiempo se expande elásticamente sin dejar de ser un solo tiempo”. Agustín Fernández Mallo

En una serie de artículos recientes, Ernst van Alphen ha acuñado el término “nueva historiografía” para referirse a la inclinación de un gran número de artistas visuales contemporáneos a trabajar sobre la historia y el pasado. Como un paso más dentro de las poéticas del archivo y la reflexión sobre la memoria –cuestiones centrales del arte en los noventa y principios del nuevo siglo–, esta actitud pretende activar el pasado a través de la actualización de lo histórico mediante un trabajo de “postproducción” de la realidad heredada. De este modo, los artistas trabajan como historiadores en el sentido benjaminiano del término: como traperos de la historia, reuniendo fragmentos y construyendo –nunca reconstruyendo– un nuevo vestido –un nuevo presente– con los “desechos de la historia”.

Sin lugar a dudas, esta actitud ante la historia constituye uno de los centros de tensión en torno al que se arremolina toda una faz del arte contemporáneo. Una tendencia que supone un paso más en las estrategias de trabajo sobre la memoria, pero también sobre la realidad dada. Es el lugar, podríamos decir, en el que se dan la mano el arte de la memoria y el arte de la apropiación. Y lo hacen para dar lugar a una construcción del tiempo que parte tanto del montaje y la postproducción de realidades previas –ready mades históricos– como de un sentido particular de la historia en tanto que tiempo abierto y activo que se proyecta en el presente con una presencia tangible y material.

Entre las varias vías de trabajo con la historia, Mark Godfrey, otro teórico de estas prácticas, ha llamado la atención sobre lo que él denomina “performances históricas”: estrategias de reactualización y reactivación del pasado a través de la reelaboración de acontecimientos singulares. Se refiere Godfrey a obras como The Green Line (2004) de Francis Alÿs, en la que, a través de una caminata por Jerusalén dejando tras de sí un rastro de pintura verde, el artista belga recrea de modo irónico y poético la línea dibujada en 1948 por Moshe Dayan para delimitar los bordes del Estado de Israel. Se trata de formas de conmemoración, de recuerdo, que ya no tienen que ver con el monumento o con la memoria osificada, sino con la activación del pasado, poniendo de nuevo la realidad en circulación, sacándola al registro de lo visible, visualizando algo que, “de hecho”, afecta al presente. Recordar, por tanto, como re-mover, re-hacer, re-elaborar, pero nunca para re-construir o para re-producir, sino para problematizar y tambalear la artificialidad del tiempo-presente, mostrando la porosidad de los diversos estratos del tiempo, poniendo en contacto –y en colisión– tiempos y lugares diferentes.

El hacedor (de Borges), Remake, el último libro de Agustín Fernández Mallo (AFM), es un ejemplo paradigmático de cómo este trabajo con la historia y con la memoria acontece también en el ámbito de la literatura. De hecho, no es descabellado entenderlo como parte de esa de “nueva historiografía” tal y como ha sido establecida por van Alphen, como una manera de construir el presente a través del pasado, una reconsideración y relectura de la historia –social, política, pero también artística y literaria–. Y, aun más, quizá haya que hablar de este libro como una forma de literatura “prepóstera” en el sentido entendido por Mieke Bal en su Quoting Caravaggio: Contemporary Art, Preposterous History. Una forma que revuelve y trastoca el tiempo, que lo pliega y lo retuerce, pero también una forma ilógica, absurda e incluso irreverente. Y es que el término inglés “preposterous” tiene precisamente esos dos sentidos: uno temporal, de inversión de la cronología; y otro, relacionado con la irracionalidad y la locura, que es el de uso común. Cuando Bal ser refiere a la “preposterous History” lo hace utilizando la polisemia del vocablo. Por eso quizá sea necesario traducir su formulación según lo ha hecho Remedios Perni, como “historia trastornada”: tiempo revuelto y desorientado. Tiempo desviado o, mejor, desquiciado.

A pesar de su título, y de su propuesta, El hacedor de AFM no es un remake, al menos en el sentido tradicional del término, ese dado por Frederic Jameson en su célebre estudio sobre la posmodernidad. Jameson advirtió que el pastiche y el remake eran estrategias claves del cine –pero también del arte– postmoderno, que reproducía y replicaba modelos e historias establecidas. Recientemente, Jorge Carrión ha observado cómo esta tendencia también es central en el campo literario, y ha definido el remake de AFM como “reescritura artesanal y actualización histórica y tecnológica”. En este sentido, más que con un remake, nos encontramos con una reelaboración total. Lo que hace AFM con Borges no es exactamente un remake, sino una actualización. Es, ciertamente, una recontextualización de Borges. En algún caso concreto, como ocurre con “Del Rigor de la Ciencia” –el célebre cuento sobre el mapa de que ocupa todo el territorio–, AFM apenas introduce una palabra –Google Earth– para cambiar todo el sentido del cuento, que directamente replica del original, como el “Pierre Menard, autor del Quijote” –por cierto, uno de los textos fetiches del arte de la apropiación; introducido en la edición fundacional de Brian Wallis, El arte después de la modernidad–. Pero salvo este ejemplo de recontextualización y mínima postproducción, el resto de El hacedor de AFM es un texto que difiere absolutamente de El hacedor de JLB, pero en todo momento lo “trae al presente”, lo “hace suyo”, lo activa y lo dota de la fuerza necesaria para ser efectivo en el mundo contemporáneo.

La relectura que hace AFM de Borges es, de este modo, una actualización histórica. Una actualización preposterior: trastornada y absurda, en el sentido temporalmente subversivo del término. En particular, la “realización” del viaje de Robert Smithson por los Monumentos del Río Passaic, me parece una de las formas más lúcidas y certeras de traer al presente el sentido último de la obra de Smithson. Un “hacer presente” que, sin duda, pertenecería a eso que Godfrey llamó “performances históricas”. Volver a hacer el viaje, pero ahora sin la necesidad de ir al lugar físico. AFM vuelve a realizar el viaje, pero lo hace desde la imagen, a través de Google Earth, sentado frente a la pantalla del ordenador, experimentando una modalidad contemporánea del viaje, pero también apuntando el camino para un nuevo arte de la cartografía. Una cartografía afectiva y una nueva experiencia del viaje que denomina “psicoGooglegeografía”.

El viaje de Smithson era el de un renovado flâneur de la contemporaneidad. Igual que Walter Benjamin observaba los pasajes parisinos como las catacumbas de la modernidad, Smithson ve en las ruinas industriales del mundo contemporáneo un tiempo mítico, percibiendo las excavadoras como dinosaurios, observando cómo el tiempo se condensa y se retuerce. Los monumentos de Passaic aparecen así como una ruptura con el tiempo-presente y una introducción de un tiempo extraño que se ajusta mejor al tiempo de los sueños tal y como lo definió Freud. Tiempo condensado y alterado. Tiempo conflictivo en el que la cronología pierde su sentido. El pasado en el presente. O, mejor, el presente como pasado. Tiempo ruinoso.

Smithson percibió las ruinas de su presente. ¿Cómo serán las ruinas de nuestro tiempo? En Homo Sampler, Eloy Fernández Porta ha hablado con lucidez de la sensación siniestra que tendríamos al enfrentarnos a la obsolescencia de la cultura de masas contemporánea: Ur-Pop o Ikea Sumergida. AFM nos habla ahora de otro tipo de ruina, la ruina digital. ¿Cuál es la modalidad de la ruina en el universo de Google Earth? ¿Cómo se olvida en la era de la imagen del mundo?

Escribe Borges en el texto original de “Mutaciones” –el que Fernández reelabora para su reactualización del viaje de Smithson–: “Cruz, lazo y flecha, viejos utensilios del hombre, hoy rebajados o elevados a símbolos; no sé por qué me maravillan, cuando no hay en la tierra una sola cosa que el olvido no borre o que la memoria no altere y cuando nadie sabe en qué imágenes lo traducirá el porvenir”. Esta es la pregunta que intenta responder AFM con su viaje. El porvenir ha llevado las ruinas de la contemporaneidad a las grietas del código binario.

Fernández Mallo actualiza el viaje de Smithson, como también lo hace con otra serie de viajes y momentos célebres. Recorrer lo recorrido, emular el célebre viaje del escritor, del artista, revivir la experiencia del acontecimiento… es parte de la experiencia nostálgica moderna. En este caso, sin embargo, la experiencia no es puro remake nostálgico y fetichista, sino actualización. Y eso es lo realmente relevante. Porque lo que hace AFM es darle sentido al viaje de Smithson y reactivarlo. No repetirlo paródicamente, sino, en cierto modo, darle su sentido último –un sentido en sí mismo contradictorio y paradójico–, casi como si estuviese trabajando en “acción diferida”.

El remake, por tanto, no como farsa o parodia –como decía Hegel que se repetía la historia–, sino como cumplimiento, como revitalización, como verdadera puesta en juego de la memoria. Memoria que, por supuesto, acontece ahora como Memoria RAM, memoria de proceso, de flujo constante, que moviliza y ofrece energía a la memoria muda y desconectada del archivo ROM. Ésa es la memoria que hace presente El hacedor de AFM, procesando –en todos los sentidos del término– El hacedor de JLB.

Viaje en el tiempo. Viaje tiempo a través. Viaje de la imagen. Viaje en la memoria. Ram_Trip, habría que escribir. Y volver a recordar entonces, también en modo ram, a otro JLB.