Daniel González Dueñas
Originalmente en salonKritik
La etimología-ficción no se circunscribe a las reglas de la lexicografía o la lingüística comparativa —aunque no las ignora—: va más allá en busca de relaciones de mayor profundidad que las aceptadas por la lógica y la lengua histórica. Su inventor es sin duda Píndaro, que solía introducir etimologías creativas para congraciarse con sus mecenas; más tarde Plutarco utilizó etimologías basadas en fantasiosas semejanzas con los sonidos (la fonética es tan esencial en la etimología-ficción como lo es en la música). Ya Isidoro de Sevilla, en su Etymologiae (año 630), se dio cuenta de que buscar las raíces de las palabras es ir en pos de las “primeras cosas”, y termina muy pronto por ser —apenas se incursiona en ese camino menos como el etimologista académico que como el poeta— una búsqueda de las “primeras causas”: es en este nivel que se relaciona con la teología, el hermetismo y la mística más que con la “ciencia de las palabras”. Estos primeros poetas estaban convencidos (tanto como lo está la etimología-ficción) de que en las raíces de las palabras se halla escrita la historia natural del universo. Los filólogos hablan, con condescendiente paternalismo, de una “etimología popular” (silvestre, sin bases científicas o rigor académico); mejor llamarla etimología-ficción para reconectarla con sus raíces y hacer homenaje a Píndaro, Plutarco, Plinio, Aulo Gelio e Isidoro: sólo en ella se encuentra lo etymologicum genuinum (como ambiciosamente se llama aquella enciclopedia gramatical editada en Constantinopla en el siglo XIX), que es otro de los nombres de Dios.
En alguna parte Borges habla de un “resultado que se acuerda con la opinión de Schopenhauer”. Revelador uso de “se acuerda con” en el sentido de “guarda acuerdo” o “concuerda”. Porque bien puede trasladarse a la otra acepción, la más común, la de acordarse en el sentido de recordar. “Me acuerdo de aquel momento”, entonces, correspondería a “concuerdo”, a “consigo acordar con ese momento”. ¿El recuerdo es un concuerdo? ¿Y un concordar con qué? ¿Mi ansia de hacer memoria logra un acuerdo con el pasado y de ahí que consiga recordar?
Concordar es tirar cuerdas en ambas direcciones, como en un navío a punto de tocar puerto. Estoy en acuerdo con alguien cuando sostengo la cuerda que me tiende a la vez que él acepta la que yo le envío. Es entonces que se tienden las cuerdas, se unen y hay “acuerdo”. En esta última expresión resuena también la palabra latina corda, plural de cor, “corazón”: lanzo una cuerda desde mi corazón y recibo una que proviene de otro corazón. Un acuerdo se da, en primer término, entre corazones. En sí la palabra implica que ese encuentro es cordial, o no habría acuerdo.
Acordarse, entonces, es un acto cordial. Re-cordar es pasar de nuevo por el corazón. Se equivoca, pues, quien sitúa a la memoria en el cerebro. Es el corazón el que recuerda porque sólo él puede lanzar una cuerda (diríase una vena) hacia el pasado y conectarse con otro corazón, o con un momento cordial, o con una imagen que se tiende hacia nosotros como una cuerda. Las cuerdas tendidas hacia el pasado sugieren la imagen de un acróbata en la cuerda floja. Todo el que busca un acuerdo se arriesga a caminar por la cuerda tendida de un corazón a otro. Y más aún quien se acuerda. De ahí que Proust, el gran acróbata, pasara tanto tiempo rastreando sus sensaciones, es decir, detectando aquellas cosas del mundo que al pasar le lanzaban cuerdas al corazón.
Porque —hay que insistir en ello— no basta con recibir la cuerda: hay que lanzar una idéntica en la misma dirección, o no será posible el cruce sobre el Niágara. Ambos lanzadores, luego de unir las cuerdas, comienzan a cruzar y se encuentran a mitad de camino, en el punto de mayor vértigo, de mayor posibilidad de caída, de mayor necesidad de virtuoso equilibrismo. El corazón, pensó una vez Carson McCullers, es un cazador solitario, pero antes que eso es un acróbata que se encuentra con otro a mitad de la cuerda floja, ahí en donde no hay vilo mayor. Y si es un cazador es porque su presa es el vértigo mismo: el vilo mismo. No hay otra cordura, ni otra cuerda ni otro acuerdo.
Se recuerda con el corazón, y además recordamos solamente los momentos en que hubo corazón, o los seres y las cosas que “en su momento” nos lanzaron una cuerda de su corazón. Decir que somos memoria (que la identidad está en el recuerdo de nosotros mismos) es decir que somos corazón: uno que sólo late si tira cuerdas en todas direcciones para, en ese acto reflejo y complementario, recibir las cuerdas que el mundo sin cesar le tira y le propone.
En todas direcciones. No hay solamente acuerdos “horizontales”, como en el cruce sobre el Niágara (del pasado al presente, del aquí al allá, del Yo a lo Otro), sino también un cruce “vertical”. La fórmula sursum corda significa literalmente “arriba los corazones”, y la liturgia católica lo vierte al español como “levantemos el corazón”. Toda cuerda (toda vena) que lanzamos al mundo concuerda con otra que se nos lanza en exacta reciprocidad, en una búsqueda, desde ambas partes, del enorme —cósmico— acuerdo total.
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Coda. La hermosa pieza teatral del peruano Alonso Alegría El cruce sobre el Niágara (estrenada en 1969) se basa en la vida del equilibrista francés Charles Blondin (nombre artístico de Jean-François Cravelet), célebre en el siglo XIX por haber cruzado en varias ocasiones una inmensa cuerda floja tendida sobre las Cataratas del Niágara (un recorrido de 335 metros a cincuenta metros de altura), la última llevando en vilo a su socio, agente y asistente, Henri Colcord. En la pieza de Alegría este último se llama Carlo y es un admirador que reprocha al acróbata el haber convertido su trabajo en mero espectáculo comercial y rutinario (como la repetición no era suficiente reto, Blondin añadió en cada cruce un mayor desafío: con los ojos vendados, dentro de una bolsa, arrastrando una carretilla, con zancos, e incluso tomando asiento a mitad de camino para cocinar una omelette). De esta confrontación surge un primer acuerdo: Blondin cruzará una vez más la cuerda floja sobre las rugientes cataratas, esta vez con Carlo a cuestas. La metáfora es clara y contundente: Blondin acepta la cuerda que le tiende Carlo, y este último, a la vez, recibe la que le lanza Blondin. Uno lleva en los hombros al otro, lo que no contradice, sino afirma, el hecho de que su encuentro verdadero, el más profundamente humano, se da a mitad del recorrido, en ese punto que ya no pertenece a la mitad de Blondin, ni a la de Carlo, puesto que es la tierra de Nadie. Porque aun existe otro desafío, el que verdaderamente representa el mayor reto de sus vidas y en el que Alegría centra la pieza (como recibiendo la cuerda que le tiende Blondin desde el pasado insondable); este punto comienza con una observación de Carlo, que se ha dedicado a observar todas las actuaciones del funambulista por medio de un catalejo: “...el alambre a veces brilla con el sol y no se ve. Sólo se le ve a usted, parado sobre el vacío, caminando en el aire casi...”. Carlo no está dibujado como un ingenuo sino como un apasionado estudioso de las técnicas de equilibrio, las leyes de gravedad y el arte de los vilos, y es desde estos contextos que afirma a su maestro el verdadero acuerdo: con suficiente entrenamiento físico y mental, Blondin podría ser capaz de caminar en el aire “sin alambre, sin pértiga, sin peso ni nada”. Blondin y Carlo se fusionan en un tercer personaje, al que el maestro llama “Icarón”, el único que será capaz no de volar sino de caminar en el aire. Los últimos parlamentos de la pieza son pronunciados justamente a mitad del recorrido, en el punto medio de la cuerda floja, en el intersticio de Nadie:
Carlo: “¡Nos vamos juntos, Blondin, caminando en el aire! ¿Quiere?”Blondin: “¡Sí!”Carlo: “¡Caminando hasta el sol, Blondin! ¡Hasta el sol!”
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